Un mes en Nueva York parecen años en otros sitios. Cuando no estaba en la biblioteca me dedicaba a escuchar toda la música en directo que pudiera, además de bailar: swing, jazz y blues. Escuché algunos artistas increíbles, vi bastante claqué y disfruté de los bailes, pero sin duda mi local favorito fue el American Legion Post 398 (gracias por la recomendación Greg Izor). Este local de la Legión Americana (asociación de veteranos) se encuentra en 248 W 132nd St en pleno Harlem y se convirtió en el hogar del jazz gracias al organista Seleno Clarke, que empezó la tradición de las jams del domingo. Seleno se murió en diciembre, pero el espíritu del jazz continúa, y todos los jueves y domingos hay una jam dirigida por el saxofonista David Lee Jones y los otros músicos residentes, a los que se van sumando lo mejor del talento local y músicos de todas partes del planeta. El ambiente es muy hogareño, con un público que combina los veteranos asiduos y turistas amantes de la música. Russell, Barbara y Karen detrás de la barra, me hicieron sentir como en casa viendo la gala de los Óscar con ellos en los descansos de la banda. La música es buenísima y en una noche cualquiera se pueden ver algunos artistas muy conocidos de Harlem como Anette St John, cantante que también actúa en el Cotton Club y Smoke, entre otros. No se paga entrada (solo la voluntad) y se da el rarísimo fenómeno de poder tomar una cerveza y buena comida a un precio razonable en Nueva York. No se me ocurre mejor sitio para pasar una tarde de domingo y dejarse llevar por el jazz.
El Cotton Club es un nombre mítico para cualquier aficionado al jazz y al swing que ha inspirado un sin número de canciones y películas. A pesar de que era un local que solo admitía un público blanco y perpetuaba una sociedad segregada, actuar allí suponía coronar la cima para cualquier artista afroamericano de los años veinte y treinta (entre otros Duke Ellington o Cab Calloway). El local se situaba inicialmente en la calle 142 con Lenox Avenue, luego se trasladó a la calle 48 en el distrito teatral y su última encarnación se encuentra en la calle 125. Para los que vayan buscando el legendario Cotton Club de los años veinte hay que advertir que el local actual carece de ese glamur, aunque mantiene vivo el formato de espectáculo musical y de baile que le dio renombre. Me pareció una cita ineludible así que acudí un frío lunes de marzo; el público era escaso y mayoritariamente turista, pero la calidad de los músicos y los bailarines bien valen los 25 dólares de la entrada. Tocaba una excelente big band con muchas tablas con la cantante Anette St John. Me encantaron los números de baile de las coristas, con su centelleante baile de jazz, y los números de claqué. Se podían bailar algunos números de la orquesta, pero no lo recomendaría como un evento para Lindy hoppers, a menos que se vaya con pareja o en grupo. La noche que fui había muy pocos bailarines sociales, aunque tuve la suerte de bailar varias con Ice — un señor encantador y asiduo a todos los eventos de baile swing a los que asistí en Nueva York (me dijo que solo descansaba los miércoles)–. Allí conocí también a Shana Weaver: corista, bailarina de Lindy hop y Embajadora de la Fundación Frankie Manning, continúa la tradición de las coristas del Cotton Club donde empezaron grandes estrellas como Josephine Baker o Lena Horne.

De entre los artistas del Cotton Club destaca el prodigio de la guitarra King Solomon Hicks, al que tuve la oportunidad de ver otra vez tocando en Terra Blues, un local muy recomendable en Bleecker St. Con sólo 22 años consigue un sonido blues emocionante y su virtuosismo técnico y encanto atrapan al público sin dificultad. El guitarrista de Harlem empezó tocando en jams en los locales del barrio, curtiéndose con músicos de gran calidad. De adolescente participó en la competición del Amateur Night en el Teatro Apollo y lo ficharon enseguida en el Cotton Club. Ahora, cuando no está tocando en Nueva York se le puede ver de gira por EEUU y Europa (el año pasado estuvo en España tocando en locales como el Jamboree en Barcelona o el Café Central en Madrid además de varios festivales).

Si te gusta el jazz con vistas espectaculares el lugar es Jazz at Lincoln Center, una institución única liderada por Wynton Marsalis, cuya misión es promover el disfrute del jazz y la educación siguiendo “el espíritu del swing”. Una organización que tiene una “Universidad de Swing” ya me tiene ganada. Situado en Columbus Circle (muy cerca de la Trump Tower, cosas de Nueva York) el local, abierto al público, dispone de un gran ventanal con vistas de la ciudad y Central Park. Ofrece un programa variadísimo de actuaciones de la más alta calidad, desde su orquesta propia dirigida en persona por Marsalis a las actuaciones nocturnas en Dizzy’s Coca Cola Club. Los que no puedan asistir a las actuaciones en directo (por razones de bolsillo o por ubicación) también pueden disfrutar de ellos en live streaming. Además, ofrece un excelente programa educativo. Tuve la inmensa suerte de poder asistir a un concierto didáctico sobre el swing en femenino: la orquesta de Kit McClure, compuesta por diez mujeres, tocaron versiones del repertorio de las International Sweethearts of Rhythm, una “girl band” de los años treinta y cuarenta. Fue un doble descubrimiento de las pioneras del swing y su fascinante historia, y de la orquesta de Kit McClure, que ofreció una interpretación realmente swingueante de grandes temas como “Jump Children”, “Vi Vigor” o “How About that Jive?”. Más cosas de Nueva York: en una ciudad donde un café con leche te cuesta cinco dólares (más propina), pude disfrutar de la mejor música swing gratis.

No todos los planes de jazz son nocturnos, y un domingo musical puede empezar con un delicioso desayuno a ritmo de jazz (en este caso un trío con vocalista) en Smoke. Este conocido “jazz and supper club” del Upper West ofrece buena música en un ambiente íntimo y confortable. El menú de desayuno (o “brunch” ) no es barato, pero una aficionada tiene que coger fuerzas en una ciudad como ésta.

Swing 46 es un clásico de la escena swing de Nueva York (en la calle 46). Con música en directo siete días a la semana, Swing 46 era uno de los locales de referencia donde acudían leyendas del baile como Dawn Hampton (la mesita en la que se solía sentar tiene varias fotos dedicadas a su memoria). Los martes toca la George Gee Swing Orchestra, con más de tres décadas de historia tocando para bailarines y un sonido que no defraudó. Tratándose de una big band de esta calidad, y con un precio descontado para bailarines de solo 10 dólares, me sorprendió el pequeño número de bailarines que había: apenas un par de parejas y algunos turistas inexpertos (el mal tiempo pudo ser un factor: aprendí lo que significa una tormenta de nieve en Nueva York durante mi estancia). Menos mal que estaba el incansable Ice siempre sonriente y dispuesto a quemar la pista, con el que bailé varios temas muy divertidos aunque me costara seguirle el ritmo a este veterano del swing.

Un apunte para bailarines: la noche de baile social que encontré más animada fue el Frim Fram, que tiene lugar todos los jueves en una academia de baile (Club 412 en la Octava Avenida). No hay música en directo pero es un punto de encuentro para bailarines de todo Nueva York (y más allá) de todas las edades y niveles. El ambiente me pareció muy relajado y bailé sin parar: en resumen una noche para sudar la camiseta y conocer los lindy hoppers del lugar.
Queda muy poco en pie del Harlem de la era del swing, por eso el Teatro Apollo en la calle 125 se merece una mención especial. Desaparecidos el Savoy y otros locales de entretenimiento, el Teatro Apollo es el único teatro que sigue funcionando, y con gran éxito, desde 1934. En ese año empezó a celebrarse el concurso Amateur Night en el Apollo, precursora de los Got Talent y Factor X de nuestros días, y gracias a la cual fue descubierta Ella Fitzgerald, Lauryn Hill, o la bailarina Norma Miller, que también empezó su carrera ganando una competición de baile sobre este escenario con solo 14 años. La lista de estrellas que ha actuado en el Apollo es demasiado larga para detallarla, desde James Brown a Michael Jackson, como se refleja en el paseo de estrellas de la acera que confirma el lugar destacado de este teatro en la cultura americana. Han cambiado muchas cosas, pero el Amateur Night sigue celebrándose cada miércoles (con un premio de 10,000 dólares al ganador de la temporada). Se anuncia como: “El máximo de diversión que puedes conseguir en Nueva York por menos de treinta dólares”, y doy fe de que cumple con su promesa en un espectáculo completo de humor y talento. A diferencia de otros concursos del estilo, el público no solo elige el número ganador con sus aplausos, sino que también tiene el poder de echar a los concursantes con sus abucheos: en ese momento suena una sirena y sale el famoso “verdugo” para echarlos del escenario con su escoba y un baile. En este espectáculo interactivo el público es tan protagonista como los concursantes, de los que hubo de todo tipo: cantantes, bailarines, raperos, poetas…y el público de Harlem no es fácil de contentar: si no le gusta lo hace saber inmediatamente y a voz en cuello. La noche que fui abuchearon a los tres primeros concursantes nada más abrir la boca, por lo que tengo que admirar el valor de los concursantes que salían a continuación. Sin duda lo más divertido de Harlem.

Mi última semana en Nueva York disfruté de una cena y concierto en Silvana’s Café, en la calle 116 en Harlem, gracias a mi amiga Loli Barbazán que ahora vive allí. Un local con menos historia pero con un ambiente muy multicultural y acogedor, de público mayoritariamente joven, combina el café con las actividades culturales, la buena comida y la música. Me sorprendieron muy gratamente los diferentes grupos que tocaron desde el jazz al hip hop y sobre todo me enamoraron los bailarines de claqué que salieron a hacer jam con los músicos. Un lugar para repetir.

No podía irme sin visitar el Paris Blues, el conocido bar de Harlem que estaba a la vuelta de la esquina de mi casa y además venía recomendado por la escritora Elvira Lindo, conocedora de la ciudad. Quise agotar las últimas horas empapándome de toda la música y todo el encanto del barrio que pudiese. El local lo lleva Samuel Hargress, Jr. con mucho orgullo desde 1968 y se mantiene fiel a su espíritu: allí se puede encontrar jazz y blues en directo todas las noches hasta las tres de la mañana por el precio de una birra. La banda de la casa toca en una jam a la que se van sumando diferentes músicos veteranos y jóvenes (un padre con su hijo adolescente por ejemplo). Es un local pequeño que invita a la cercanía y la conversación. Quedan pocos sitios así y merece la pena disfrutarlos, aunque sea para tomar la penúltima.

He leído hoy que: “Después de todo Nueva York es una ficción, un género literario que se adapta a cualquier estado de ánimo del viajero” (Manuel Vicent, El País, 19-08-2018), aunque en este caso la he vivido como una canción o un álbum que me ha acompañado en todos mis recorridos (y en Nueva York se hace mucho recorrido, en metro, a pie…). No me he cansado de los temas en ningún momento y espero volver pronto, aunque sepa que una ciudad como ésta no puede repetirse, con su ritmo y su improvisación constante sonará siempre diferente.
Quiero agradecer a la Fundación Frankie Manning el haberme dado la oportunidad de la estancia en Nueva York para realizar mi trabajo de investigación sobre la historia del Lindy hop (de eso hablaré en otro post).